Cuando Dios, en el cielo, estaba organizando la gran fiesta del nacimiento de Jesús, en el pueblito de Belén, convocó a una reunión a todos los ángeles que le servían, para darle a cada uno una tarea qué cumplir, de modo que todo saliera muy bien y muy bonito.
Los ángeles y los arcángeles se pusieron muy contentos por el gran acontecimiento que estaba a punto de suceder, y asistieron a la cita con Dios, para prestarle toda su colaboración; sólo faltó uno: el ángel más pequeño, que se sentía muy, muy triste, porque cada vez que se miraba en el espejo, podía ver que todavía no tenía alas para volar, y por eso creía que no servía para nada.
Como hacía siempre que había alguna celebración importante, Dios repartía uno por uno todos los trabajos que tenía señalados en la lista, sin darse cuenta de que “Ito”, como llamaban los demás al ángel pequeño, se había quedado en un rincón, llorando, porque estaba seguro de que, como había sucedido otras veces, él no podría cumplir ninguna misión, porque sus alitas no habían crecido lo suficiente para bajar a la tierra.
Un ángel, el más grande y fuerte, recibió la tarea de ir hasta la cueva donde María y José se habían resguardado del frío de la noche, para quedarse allí, cuidando desde afuera, que no llegara nadie inesperado a interrumpir el gran momento.
Otros, los que cantaban más bonito, fueron escogidos para ir al campo donde estaban los pastores que cuidaban sus rebaños, para contarles la gran noticia del nacimiento de Jesús.
A los más tranquilos y serviciales, Dios les encomendó la tarea de permanecer al lado de María y de José, para ayudarles en todo lo que pudieran necesitar.
Los más cariñosos serían los encargados de cuidar a Jesús cuando José lo colocara en el pesebre.
Y todos los demás, que eran muchos, muchísimos, debían volar hasta las estrellas, para colocarlas en el cielo, una a una, de manera que todo el mundo se viera como un enorme y hermoso árbol de navidad, lleno de lucecitas de colores.
Pero quedaba una tarea por hacer… Una tarea importante, y Dios no sabía a quién dársela, porque se le habían acabado los ángeles disponibles… Era una tarea para un ángel muy especial, una tarea para un ángel que fuera capaz de quedarse en un solo lugar, muy quietecito, sosteniendo la estrella más luminosa que había, y que Dios mismo había escogido como señal para iluminar a Belén y sus alrededores, y anunciar que aquella era la noche más importante de la historia del mundo y de los hombres.
Entonces Dios pasó su mirada por todo el cielo, con mucha atención, y alcanzó a ver a “Ito”, el ángel pequeñito, en su rincón… Fue hasta donde estaba, y le dijo: – ¡Qué bueno que estás aquí, porque tengo para ti un encargo importante! Sé que tus alitas no te permiten volar largas distancias y por eso estás triste, pero eres muy responsable y yo te quiero mucho, además, te necesito con urgencia. Tú eres el único que puedes resolver mi problema. Te necesito para que sostengas la gran estrella de la Navidad, sobre el pueblecito de Belén.
Ito, muy asustado le respondió: – ¡Ay Dios! ¿Pero si yo no sé volar! ¡No podré hacer lo que me pides, aunque quiera! ¡Soy muy pequeño, demasiado pequeño, para esa estrella tan grande y luminosa!… ¡Hasta se me puede caer!… Entonces Dios le dijo: – No quiero una respuesta negativa. Me gustan los ángeles y las personas que creen en mí y dicen siempre “sí” a lo que les pido. Toma mi espíritu y déjate llevar por él, y podrás realizar todo lo que quieras, aunque te parezca que eres débil y pequeño. Entonces Dios sopló sobre él, y sucedió el gran milagro…
Impulsado por el Espíritu de Dios, el ángel pequeñito voló hasta la gran estrella que Dios le había mostrado, y que no estaba muy lejos, y cumplió su misión. Se quedó sosteniéndola para que no se moviera y los Reyes Magos pudieran encontrarla y seguir su camino.
Fuente: quevivalanavidad.wordpress.com