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Luis Castrillo Marín

Periodista y Politólogo, UCR

Hace unas semanas partió de este Valle de Lágrimas un hombre que, es casi seguro, fue el último artista de Grecia que dedicó una buena parte de su vida creativa a la confección de máscaras, aquellas reproducciones de rostros, como La Giganta o El Diablo, que hicieron las delicias de miles de niños, hoy adultos, que por legiones asistieron a las fiestas de los pueblos y turnos en cada rincón de la geografía nacional.

En esa tradición, que forma parte de un pasado cultural de raigambre 100 por ciento tica, don Rafael Angel Altamirano Guzmán, bautizado por la gracia del imaginario popular como “Coca Altamirano”, se transformó durante la última década en un referente que plasmó su talento en decenas –tal vez cientos- de trabajos salidos de su prolífica imaginación, paciente esfuerzo y manos virtuosas.

Hace unos 10 años este mascarero acogió ese oficio como una profesión de fe, impulso que, sin querer, lo convirtió en una autoridad en la materia porque; además, de perfilar los rostros también confeccionaba las vestimentas, el pelo y la estructura que soportaba todo el muñeco.

Durante largas jornadas era común verlo en la acera de su casa, justo antes de empezar la recta de la calle hacia Cooperativa Victoria de Grecia, en el Barrio El Mesón, alistando materiales, papel y pegamento –entre otros- que a la vuelta de unos pocos días se transformaban en las caras de Donald Trump o del amo y señor de Corea del Norte, Kim Jong-un, lo mismo que el hombre araña e incluso otros personajes salidos de esa máquina de ficción que se llama Hollywood.

Nunca pude cruzar una sola palabra con don Coca, pero siempre me llamó la atención su oficio porque me evocaba las imágenes de una Costa Rica llena de espacios de socialización que perfilaron mucho del Ethos colectivo nacional a través de las celebraciones religiosas en honor de los santos locales o de eventos impulsados por dirigentes comunales en favor de obras sociales como la remodelación de una escuela, la construcción de un salón comunal o el desarrollo de un parque.

Hoy aquellos puntos de encuentro ya perdieron mucho ese sentido lúdico para transformarse en meras cantinas a cielo abierto donde se contrata a cualquier reguetonero que se tira a pista pegando cuatro alaridos a los que llama “cantar” animado por un ruido electrónicamente producido en repeticiones cansinas, mientras pronuncia frases misóginas llenas de obscenidades a granel.

Sin importar que esté ausente don Rafael ya se ganó un espacio en la historia local de Grecia. Cada una de las máscaras que produjo plasma una expresión artística que resistirá el paso del tiempo, pero lo más importante, permitirá que recordemos buena parte de nuestras raíces sociales.

Ese legado sí que es imborrable


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