Recuerdo uno que contó el maestro sobre el Viejo de Monte y que algunos llamaban el Dueño del Monte. Monda y lironda la historia decía más o menos así: Hace muchos años cuando jovencito andaba con unos compañeros camaroniando en el río Potrero por Las Casitas, tamaño susto nos pegamos cuando una noche nos salió el legítimo Viejo de Monte. Recuerdo claramente que con tiempo ese día alistamos las carburas y los chuzos aparte de una buena cususa del bueno, por aquello de los fríos sabaneros y los feos calambres del río.
Ya con todos los abalorios de tiro, la cosa es que logrando la luz de la tardecita veranera agarramos el camino para el sitio convenido. Era una noche bastante oscura, por cierto, de lo mejor para encandilar camarones. La cuestión fue que ya nochecita y con el agua por la chimpinilla, queditos dijimos a caminar por el río y con la misma rapidito empezamos a atilintar las garroberas de lempos chombones con así tenazas. Cerquita de las once de la noche ya no cabían los camarones en las campusas alforjas, por lo que salimos al playón buscando emprender el camino de regreso.
No habíamos alcanzado la orillita cuando empezamos oír un gran bullón como de un enorme arreo de saínos que venía en dirección de nosotros. Clarito pudimos oír las voces del arriador, así como la gritería de los chanchos en aquel semejante bullón majando el hojarascal y quebrando las ramas secas del camino. Aquello nos llenó de tanto miedo que del susto teníamos el cuerpo suelto en un puro temblor y no podíamos ni siquiera decir ni acatar nada.
De un pronto a otro la noche se puso más oscura de la cuenta, no se movía ni una hoja, el río parecía que no corría y se fue soltando un tufo hediondo, puro olor a azufre que todavía nos llenó de más culillo. Eran momentos largos como siglos y ya sentíamos que el tropel de los bichos sin freno nos malmataría sin remedio. Por un momento el ruidaje infernal nos envolvió toditos y en medio del bullón oímos clarito, pero bien clarito, cuando en loco hatajo los chanchos chapaleando entraron al agua y en un puro griterío llegaron al otro playón. Al poquito rato el vocerío del arriador y el bullón de los animales en tropel empezó a mermar, hasta perderse quedito entre las penumbras y el silencio raro de la noche brujera. Muertos de miedo y en un puro temblor, como pudimos recogimos los abalorios con los tarantines y sin decir ni media palabra, zafamos volados buscando el camino de regreso al pueblo.
Ese otro día las gentes dijeron que lo que nos habíamos topado la noche anterior era ni más ni menos que el puro y legitimo Viejo del Monte. Que diéramos gracias al buen Diosito que ninguno dijo nada, con la cosa que ahí mismo hubiera caído como muerto, cogiendo unos calenturones de los que muy pocos han zafado el cacaste. El que no se moría quedaba como ido y de repente a cada ratito le cogía de andar pegando alaridos de miedo, creyendo todo el tiempo que los chanchos venían otra vuelta despavoridos siguiendo los gritos brujeros del temido Viejo del Monte.
Más despuesito contaron que el Viejo del Monte era el ánima en pena de un hombre muy malo con los animales fueran propios o silvestres y que por sus terribles maldades fue condenado a vagar eternamente por los ríos y los llanos arriando ganado y animales de monte.
Fuente. Libro Historias y leyendas de mi tierra.
Carlos Arauz Ramos. Año 2010