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Cintillo: Cuento de Navidad

Autor: Christian Mauricio Pérez Vargas, pseudónimo Mauricio Perva. Docente y escritor bagaceño.

El llano estaba calmo, había un silencio que solo era levemente inquietado por una fresca brisa que venía desde el norte, allá, por donde se abrazan los volcanes. En esa noche el cielo dibujaba destellos fascinantes, miles de estrellas incontables sobre el rostro de aquellos dos guanacastecos que, minutos antes, se acostaron en medio del potrero. En la lejanía apenas se escuchaba el bramido de un ternero y, sobre los hombres, Orión los miraba con una sonrisa.

Los hermanos Uriarte eran gemelos, nacieron en ese pueblo bajureño y crecieron entre garrobos y alacranes, corrales, aperos, faenas en el monte, pica de leña, machetes herrumbrados, motes de algodón, varejones de chan y la acidez del tamarindo. Tuvieron que enfrentar a la vida desde niños, pues su padre murió una tarde que un cimarrón lo envió con todo y su caballo a un profundo cangilón, allá, en una hacienda por Rincón de la Vieja. Enfrentaron a la vida con lo que sabían hacer, ellos tenían diez años, su padre los había enseñado a trabajar en el monte, entonces, el hacendado Valdelomar les dio trabajo en su tierra.

Había en la hacienda un galerón abierto en donde trabajaba un viejo ebanista, haciendo uno que otro mueble en madera de cedro, caoba, laurel negro o cocobolo para su patrón. Cada tarde, antes de irse para el pueblo guanacasteco, los dos hermanos entraban en el galerón para admirar las sierras, los berbiquís, las suelas, y las piezas de madera que recién había encharolado don Romualdo, aquel viejo y experimentado ebanista. Los niños agarraban los retazos de madera que estaban botados en el suelo, sabían que esa madera iba a ser echada en el fuego, por eso la apartaban para pedírsela a su patrón y tratar de realizar algún artefacto útil para su madre. Poco a poco, fueron viendo cómo se usaban aquellas rústicas herramientas, entonces sabiendo eso don Romualdo, los ponía a realizar cosas sencillas en ese taller.  El hacendado Valdelomar lo sabía, y al verlos se alegraba con una sonrisa que disimulaba.

Con la llegada de la época decembrina, la casona de la hacienda se llenaba con la alegría de los nietos del hacendado que vivían en la capital, era tradición que esos niños llegaran a la tierra guanacasteca para recibir la noche de navidad en la hermosa y espaciosa casona. Para esos niños capitalinos era jolgorio, diversión, correr por el llano con los hermosos juguetes metálicos que la navidad les había traído, balones de fútbol, velocípedos, muñecas, cajas de música y por supuesto la nueva vestimenta y calzado para estrenar el día de la navidad.

Para aquellos otros niños, los gemelos, la navidad eran días de trabajo, de corta del chan, de pelar tamarindos, de acarreo de leña de quebracho, madero o nancite, o de barrer con la escoba de pulguilla el enorme solar de la casona. Y es que así era la navidad para la mayoría de los niños de ese pueblo guanacasteco, los juguetes eran machetes, garabatos, carretillas repletas de leña, sacos amontonados de algodón o carbón de encino que iban vendiendo para encender los anafres.

Los gemelos en aquellas noches buenas de su infancia, solían salir de su rancho e irse para el llano abierto, a los sitios, para acostarse rendidos de la faena y buscar la serenidad de las estrellas que se desplegaban en la bóveda celestial. A veces, sin voluntad para seguir al día siguiente con la faena, pues el hambre se escuchaba desde adentro y sus morenos cuerpos sentían el cansancio del sol guanacasteco.

Los niños fueron creciendo en esa hacienda de los Valdelomar, se hicieron jóvenes y buenos ebanistas de la mano de don Romualdo, quien les enseñó a hacer magia con las maderas preciosas guanacastecas.

Esos dos guanacastecos se hicieron hombres de bien, los hermanos Uriarte tenían sensible el corazón.

Hace muchos años que los gemelos dejaron la hermosa hacienda, don Romualdo dejó de fabricar muebles en el viejo galerón y los niños capitalinos no llegaron más en la época decembrina a la hacienda. Sin embargo, las noches buenas en ese pueblo guanacasteco cambiaron para decenas de niños. Las mañanas de la navidad se llenaron de alegría.

El llano estaba calmo, era la medianoche, era la navidad.

Acostados en el potrero abierto estaban los dos hermanos, agotados de una faena más en aquella noche buena, atrás de ellos había un pequeño camión con el cajón vacío. Acostados, viendo hacia Orión, los hermanos Uriarte sonreían con una paz inigualable, pues esa noche, habían entregado un hermoso juguete de madera a cada niño de ese pueblo guanacasteco, juguetes que ellos mismos fabricaron en su taller.

La noche estrellada parecía magia, una leve brisa movía las ramas de unos capulines arrancando las hojas que descendían lentamente. El ternero seguía bramando a lo lejos en el corral, quizás como otrora, en el milagroso pesebre de Belén.

En lo alto, Orión los miraba con una sonrisa.

Esa noche buena hubo regocijo en los corazones de los hermanos y, en el llano… ¡buena voluntad!

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